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¡Pero, che!: Borges, los gauchos y la permanencia de la traición

  • Foto del escritor: Bernardo Lapasta
    Bernardo Lapasta
  • 19 mar
  • 3 Min. de lectura

Este año se cumplen 65 aniversarios de El hacedor, libro que recopila obras del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)


La trama es la sustancia de una típica operación borgeana. Jorge Luis Borges toma una escena universal, canónica y la convierte, en principio, en algo nuestro. Soy uruguayo, no argentino, pero cuando digo “nuestro” me refiero a una escena típicamente criolla, clásicamente rioplatense: un gaucho de la zona pampeana es asesinado por su ahijado. Este gaucho que, si bien se desplazaba por el sur de la provincia de Buenos Aires, bien podría pertenecer a los campos de Entre Ríos o a los de la Banda Oriental.

La capacidad de Borges de procesar una escena icónica de la Historia Universal —que ha sido tomada una y otra vez por grandes creadores, como Shakespeare o Quevedo— y llevarla a estas latitudes es lo que convierte la grandilocuencia de esta puesta en un acto sencillo. Sencillo, aunque igual de doloroso, en el que los protagonistas son personas cotidianas; no figuras enaltecidas y resignificadas, sino anónimos (cualquiera de nosotros).

En esa línea, Borges no solo traduce la escena al lenguaje y al paisaje rioplatense, sino que también logra captar la universalidad del dolor y la traición. La expresión "¡pero, che!" carga una mansa resignación que, a su manera, iguala el patetismo del "¡tú también, hijo mío!" de Julio César, que le lanza a su protegido Marco Junio Bruto. Es un grito menos grandilocuente, más terrestre, pero igual de devastador. Con apenas dos palabras —expresión que hay que oírlas, no leerlas—, el gaucho expresa sorpresa, dolor y, sobre todo, la profunda incomprensión de quien no espera la daga de una.

En esta simetría entre la tragedia clásica y la escena criolla radica la maestría de Borges. El autor juega con la idea de que la historia se repite, no tanto en su literalidad, sino en su esencia. Lo que ocurrió en Roma puede ocurrir en la pampa; lo que sintió César puede ser sentido por un gaucho. Esta transposición temporal y cultural no minimiza el hecho, sino que lo expande. Nos invita a ver cómo las pasiones humanas —el poder, la traición, la desilusión— atraviesan los siglos y las geografías.

Por otro lado, hay una sutil ironía en la idea de que este gaucho muere "para que se repita una escena". Borges, consciente de la inevitabilidad de las repeticiones, parece sugerir que somos actores en una obra que se ha montado antes, que nuestras acciones no son tan originales como creemos. Las acciones se repiten; los actores somos prescindibles.

La trama logra condensar en pocas líneas (apenas dos párrafos) una de las obsesiones más profundas de Borges: el tiempo circular. No importa si estamos en la Roma antigua o en un territorio pampeano. El puñal del traidor siempre encontrará su destino. El cuento, que también es un homenajea a Shakespeare y Quevedo —algo que, a su vez, profundiza la referenciación que tanto le gusta al escritor argentino—, también nos deja con una incómoda certeza. A veces, la historia no necesita grandes escenarios para desplegar su tragedia. Basta con un “¡pero, che!”.

La trama (cuento completo)

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: "¡Tú también, hijo mío!" Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): "¡Pero, che!". Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges

El hacedor (1960)

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